ÁREA DE INFLUENCIA Y HÁBITAT DISPERSO
(Fragmento de Oikos vs. Politeia) D. de Castellum
Los accidentes y fronteras naturales delimitan los territorios de vida animal (crestas, divisorias de aguas, superficies lacustres, ecotonos de transición). Abarca varios km. cuadrados el del oso pardo. Dosmil metros, en el caso de pequeñas aves paseriformes. El área de influencia o logística, algo más amplia, es la que un individuo o clan familiar recorre para sus actividades logísticas. Rodea en territorio, pero no se defiende con la misma rotundidad, y en determinados casos se solapa con otras áreas de influencia. Los ecotonos de transición y las áreas solapadas de influencia suelen ser zonas donde los individuos inciden escasamente en el paisaje y apenas monopolizan, y por lo tanto, son focos o crisoles de biodiversidad. Una teoría geobiopolítica del hábitat disperso ha de defender severamente sus ventajas frente al hábitat concentrado. Estos territorios finícolas y marginales, en lugares fronterizos, constituyen el “saltus”. Son tierra de nadie que delimita y preserva la territorialidad en los animales, la intimidad en las pequeños núcleos familiares autosuficientes. La necesidad (ananké) e instinto de intimidad y territorio son grandes aliados de la biodiversidad en la Naturaleza.
En lugares con suficientes recursos es posible el hábitat disperso. En lugares inapropiados para la vida humana se constituye el hábitat concentrado y hacinado, acaparadores de los recursos de la periferia. La noche, en el hábitat disperso, reina bajo un cielo sereno y animado por cantos tribales y lumbres. El día, aun así, es ameno y precioso, las aves, reinas en los márgenes umbrosos, animan con su canto al hortelano silencioso y los mamíferos, ufanos y espaciosos, desplazanse en extensa red de lindes forestados y fragosos. Tal mosaico agroforestal, teselas de vida salvaje y cultivada, tan sólo luce hermoso en pequeñas parcelas cercadas de arbóreos minifundios. No así en el hábitat concentrado, germen de la deforestación. Allí una “chora” o ager de roturaciones extensivas, latifundios sin setos entre parcelas, rodean una acrópolis, ciudad-estado de centralismo acaparador. La noche es oscura, y aunque más silenciosa y posiblemente menos densa, resulta triste. Allí un mochuelo solitario o huérfano se afana quejumbroso por sobrevivir en el último olivo hueco de una vasta plantación mecanizada. Llega el día, y un ensordecedor ir y venir de maquinaria acaba por desventrar el último margen de tierra inculta que florecía aliso. La canícula es sórdida, desierta, ni un gavilán se atreve a surcar el cielo de un horizonte devastado. Así es el Ager, la despensa de la ciudad-estado. Los hombres ya no viven en el campo, los campos ya no requieren intimidad. La fita es ahora un nimio surco inapreciable. El escaso espacio forestal que delimitaba y preservaba la intimidad del habitante ha sido roturado para aprovechar una hilera más de cultivo. Existe, sin embargo, zonas de transición, entre municipios: el Ager publicus. Queda relegado a las peñas más ásperas, donde apenas el arado podría abrir y descarnar el suelo. Al abarcar áreas territoriales más amplias, los espacios solapados o fronterizos entre ciudades o términos se reducen, a la mínima expresión.
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